Son muchos los testimonios de personas que han pasado por situaciones bien difíciles y sin embargo han sabido mantener un sentimiento interior de serenidad y de bienestar. Porque no hace falta llegar a ser un personaje histórico o un monje budista para conseguir ese espacio interno de libertad. Cualquier persona puede cultivar y trabajar esas cualidades interiores que le permitan mantenerse en un estado de equilibrio y de paz interiores, y vivir una vida plena a pesar de que las circunstancias externas no sean favorables.
Sin embargo, esto no nos asegura una vida fácil. Si miramos despacio nuestra vida, descubrimos que son muchas las posibilidades que tenemos a nuestro alcance para convertirnos en verdaderos “artistas” si decidimos amargárnosla. Puede ser que para la mayoría de nosotros/as el peligro real que amenace nuestra superviviencia no exista, pero podemos experimentar un gran sufrimiento emocional por otras causas: problemas de salud, las condiciones estresantes de la vida diaria con la cantidad de conflictos que conllevan la familia, el trabajo y lo económico, o la imagen de nosotros mismos que queremos mantener, amenazada por nuestros asuntos sin cerrar y sombras, que nos roban gran parte de nuestra energía vital. Vivir felices y plenos no es fácil ¿Quién te lo dijo?
Nos aflige la enfermedad del pensar, de estar planificando el futuro y recordando un pasado no siempre grato, de imaginar en demasiadas ocasiones catástrofes que solo existen en nuestra imaginación. Hasta tal punto que, para algunas personas, el presente es una especie de sala de espera en la que aguardan, con más o menos paciencia, a que ocurra “la vida de verdad”. Todo lo que sucede es visto no como algo único, sino como una distracción pasajera, como el prólogo de lo bueno que aún está por venir. En realidad, aunque desde sus orígenes la especie humana se haya preguntado si hay vida después de la muerte, para algunos de nosotros la pregunta crucial sería si hay vida antes de morir.
La meditación es ahora más necesaria que nunca. La anómala velocidad relámpago a la que nos tiene acostumbrados la sociedad en la que vivimos, ha hecho que nuestros desgastados cerebros se empeñen en realizar tres o cuatro actividades simultáneamente sin tener una necesidad real de hacerlo.
Como consecuencia, muchos de nosotros nos convertimos en víctimas del estrés por el daño colateral. Vivimos apurados sin saber por qué. Algunas personas tienen trabajos o actividades que realmente producen estrés, pero la mayoría de nosotros realizamos actividades que no deberían producirlo, sin embargo, tarde o temprano, caemos en él: si todo va tan rápido, yo debo ir más rápido.
Cuando fuimos niños/as, tres eran nuestras necesidades imperiosas: ser vistos, ser valorados y ser amados. Y en torno a ellas fuimos construyendo nuestro “personaje”. Aprendimos qué teníamos que hacer, como debíamos de ser para obtener el amor de nuestro entorno, de los adultos significativos para nosotros. Empezamos así a construir nuestro personaje suprimiendo lo que desde fuera nos censuraban, ya que nos convertían en menos valiosos para los demás. Incorporamos también las expectativas que nos transmitían al constatar cómo de esa forma éramos “vistos” y entrábamos a formar parte del grupo humano imprescindible para nuestra supervivencia emocional.
Este es el proceso evolutivo por el que todo ser humano pasa. El problema es que estas decisiones, que en un momento nos sirvieron para crecer, para incorporarnos efectiva y afectivamente a nuestro entorno, con el paso de los años pueden convertirse en una especie de prisión, de falseamiento de quien somos de verdad. No ha sido una elección libre ni consciente: nos hemos construido un personaje que confundimos con nuestra identidad.
Este plan ilusorio de viaje incorpora además una brújula y un compás ciertamente peculiares: el miedo y la inconsciencia. Y es que nadie nos ha enseñado a vivir conscientemente. Quizás tan solo en pequeño grado en lo meramente funcional: decisiones, trabajo, actividades… Pero no en todo el ámbito de nuestra vida. Incluso, en algunas circunstancias, parece que hay una pauta interior programada para escogerla como “opción por defecto”: un automatismo instalado que la activa si voluntariamente no elegimos otra opción.
La realidad es que desarrollamos hábitos de falta de atención, distracción, automatismo y ausencia a lo largo de nuestra vida: este es el programa instalado en la mayoría de nosotros. La ocupación permanente y las prisas debilitan nuestra concentración y habilidad para conectar profundamente con las cosas. La cultura moderna nos anima a no estar presentes. Y así tenemos demasiado a menudo la sensación de que “la vida pasa por nosotros”, en vez de “pasar nosotros por la vida”. Y sentimos algo parecido a la impotencia de querer retener entre nuestros dedos la arena de la playa, mientras vemos inexorablemente cómo se nos escapa.
En demasiadas ocasiones, vivimos mutilados, divididos y desconectados. Separamos nuestra existencia externa de lo que sentimos interiormente, como si ambos fueran dos territorios aislados, sin puente que los una: pendientes del afuera, ignoramos nuestras emociones, desoímos nuestras intuiciones y ahogamos nuestras necesidades. ¿Estamos realmente aquí y ahora? Vivir es un arte que requiere tiempo, compromiso y amor. Vivir es ganar espacio interior y exterior. Tu vida es única e irrepetible. De ti depende su contenido, su amplitud: si bien no puedes alargar ni un minuto tu vida, puedes hacerla más amplia, más rica, más intensa y más consciente en cada momento. ¿Qué eliges? ¿Quieres que haya vida en tu vida antes de que llegue tu muerte? ¡Despierta y actúa! El mindfulness y la terapia te pueden ayudar.